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jueves, 18 de enero de 2007

Susan Haack

Verdad y corrupción

El camino más realista y prometedor tiene que ver con normas, reglas y estándares cuya trasgresión tenga consecuencias que no admitan segundas interpretaciones.

(Fuente: www.lanacion.cl)

Edison Otero Bello

Aunque nos rodean oleadas de relativismo moral, me atrevo a sostener que hay verdades rotundas, verdades “del porte de una catedral” como se decía en tiempos en que las catedrales eran los edificios más altos en las ciudades. Por ejemplo, la afirmación “el poder corrompe” es rotundamente verdadera, como lo es también la afirmación complementaria de que “el poder absoluto corrompe absolutamente”.
He leído y oído decir que ambas afirmaciones tendrían origen en la China antigua. Pero resulta claro que se trata de un dato absolutamente irrelevante. No lo sería si las mencionadas afirmaciones fueran antecedidas por la frase “en China”. Pero ninguna de ambas afirmaciones especifica lugar o tiempo, o condición especial. En consecuencia, no sostienen que la corrupción asociada al poder sea un fenómeno chino, australiano o, eventualmente, ruso, de ésta o aquella época. Sostienen, más bien que, no importa de qué circunstancias se trate, el poder corrompe siempre. ¿Quién podría negar esta rotunda verdad?
Por supuesto, no hay que sacar conclusiones precipitadas a partir de tamaña verdad. Porque se podría inferir, por ejemplo, que si el poder corrompe lo que habría que hacer es eliminar el poder, hacerlo desaparecer, impedirlo de un modo; tesis que, como se sabe, ha sido el sueño permanente de los anarquistas.
Pero esa conclusión es de una ingenuidad risible. La sola idea de suprimir el fenómeno político, económico y social del poder, raya en el absurdo. Pero, no es menos ingenua la idea de que la corrupción resultante del ejercicio del poder pueda ser disminuida en la esperanza de que cada jefe, cada responsable, cada funcionario, cada militante, realice en su personal y privada conciencia un ejercicio de rigor moral y se abstenga de comprometerse en conductas a las que cabe el adjetivo de “corruptas”.
Ninguna conciencia moral individual solitaria podría, ni por asomo, remontar la cuesta debajo de las prácticas corruptas. Eso sería equivalente a sostener una concepción demasiado optimista acerca de la naturaleza humana, cuestión que no se compensa con sostener la concepción pesimista equivalente contraria.
El camino más realista y prometedor tiene que ver con normas, reglas y estándares cuya trasgresión tenga consecuencias que no admitan segundas interpretaciones. Porque, en efecto y según lo respalda sobradamente una y otra vez la experiencia acumulada, no hay nada más estimulante para el contagio de la corrupción que la práctica generalizada de la corrupción misma y, complementariamente, la comprobación práctica de que esas conductas no tienen consecuencias negativas ejemplarizadoras para sus ejecutores.
Un ejemplo tomado del mundo de la pedagogía puede graficar el asunto. Si un alumno mediocre tiene la posibilidad de rendir una y otra vez el examen de una asignatura hasta aprobarla –como consecuencia de generosísimas políticas de promoción inspiradas en consideraciones financieras-, este solo hecho desalienta a aquellos otros estudiantes que aprueban de una vez, de manera meritoria, sin segunda o terceras oportunidades.
Como el sistema no hace diferencia entre una cosa y otra y no estimula el mérito, lo que se generaliza es la convicción de que, se estudie afanosamente o no, esa asignatura –o ese plan, o esa carrera- es aprobable de un modo u otro. En consecuencia, se instaura la mediocracia, tanto para los estudiantes como para sus profesores. La única salida a este marasmo generalizado es que haya claros y conocidos estándares de calidad no negociables, que se hagan respetar a todo evento.
Otro ejemplo inquietante puede ser tomado del mundo de la ciencia y la relación compleja de la investigación con las industrias y las empresas que con bastante frecuencia la financian. Presionadas para obtener presupuestos que les permiten operar, muchas universidades en el mundo desarrollan alianzas con las empresas, cuestión que en teoría luce razonable particularmente cuando los Estados han estado revisando el grado de su responsabilidad en el desarrollo y mantención de los sistemas de educación superior.
Muy recientemente, la filósofa estadounidense Susan Haack ha llamado la atención sobre el conjunto de prebendas, regalías, apoyos, asesorías y ventajas diversas que los investigadores de las ciencias biológicas y médicas reciben de la industria farmacéutica y que, en los hechos, estimulan la violación sistemática de las normas de integridad intelectual.
Para la corrupción política y funcionaria en general valen las mismas consideraciones. Es imprescindible que haya reglas claras conocidas y que la violación de los estándares de desempeño y probidad tenga consecuencias prácticas negativas para los responsables, tales que inhiban su imitación y refuercen el cumplimiento de las normas. Toda otra alternativa raya en la mayor ingenuidad y peca de la más completa irresponsabilidad. Porque, incluso para la corrupción, hay afirmaciones que son rotundamente verdaderas y que exigen los debidos realismos.

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