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lunes, 15 de enero de 2007

Theodor W. Adorno

Retrato del filósofo como niño

CARTAS A LOS PADRES Por Theodor W. Adorno-(Paidós)-Trad.: Griselda Mársico-325 páginas-($ 43)

(Fuente: www.lanacion.com.ar)

Cartas a los padres (1939-1951) forma un involuntario díptico con otro volumen del filósofo y musicólogo alemán Theodor Wiesengrund Adorno (1903-1969), aquel que recoge sus intercambios con Thomas Mann y que se publicó en castellano el año último. A ambos libros los hermana un período idéntico que abarca, en su parte más relevante, el exilio norteamericano y el trasfondo, distante pero sonoro, de la Segunda Guerra Mundial. Los distancia -de ahí su complementariedad- el tono, la cadencia, los énfasis. Las cartas cruzadas con el gran novelista alemán son un documento imprescindible de historia intelectual; las que Adorno les envía a Oscar y Maria, sus padres, que como él debieron abandonar la Alemania nazi y afincarse en los Estados Unidos, traman, por el contrario, ideas, apuntes cotidianos y un formidable chismorreo que constituyen, en suma, una adorable novela familiar. La edición no reproduce las cartas paternas (la mayoría, de hecho, no se conservaron), pero sí incluye un completo e imprescindible aparato de notas. Los interesados en el desarrollo de las ideas filosóficas o en la actividad desplegada en los Estados Unidos por el filósofo de la Escuela de Frankfurt tienen fuentes más importantes a las que recurrir, desde la biografía escrita por Stefan Muller-Doohm hasta los libros de Martin Jay o Claus Offe. Sin embargo, en Cartas a los padres , pueden hallarse indicios más informales sobre sus trabajos. Tal vez valga la pena subrayar la sumaria definición que Adorno da de lo que será Minima Moralia (en él explicará -dice- "en qué se ha convertido ´vivir bajo las condiciones del capitalismo monopólico"), adentrarse en los numerosos problemas para financiar sus proyectos que tuvo el célebre Institut für Sozialforschung, liderado por Max Horkheimer y al que él pertenecía, o detenerse en algunos gustosos comentarios musicales. Este reguero de ideas -al que deben sumarse el seguimiento ansioso de la contienda bélica, el nazismo, la vida dañada del desterrado- está siempre enmarcado por las minuciosas descripciones de avatares cotidianos, las referencias sarcásticas a otros miembros de la familia, la preocupación por la salud propia y ajena. El filósofo y su mujer, Gretel, que suele participar de los mensajes, comparten una inédita pasión zoológica que se refleja en los modos de invocar a la madre ("hipopótama maravilla", "gordopótama", "mi animal") o en el modo de firmar (además del obvio "Teddy", Adorno se llama a sí mismo "el caballo", "los dos equinos" o, en el caso de Gretel, "la jirafa gacela"). Esta visible corriente afectiva, que contradice la seria imagen pesimista que supo cultivar el filósofo en sus escritos, impregna cada carta. Adorno, que se encuentra residiendo en California, agradece con calidez cada envío de bebidas alcohólicas, da consejos sobre cómo capear el pesado verano neoyorquino o ennumera con emoción los poemas que grabó en un disco de pasta y le envía a la madre mientras el padre, que moriría en 1946, se encuentra agonizando. Tampoco ahorra tinta al referirse a la vida social que él y Gretel llevan en la Costa Oeste, estampas en las que aparecen Mann, Brecht o Fritz Lang, pero también Greta Garbo, que protagoniza la anécdota más desopilante de todo el volumen. Todo epistolario deja margen para que los lectores -al fin de cuentas, espías en un coto privado y ajeno- sientan en ocasiones una dosis de pudor, y éste no es la excepción. En cierto momento, Adorno cuenta entre líneas y con mal disimulada jactancia la depresión que le produce el abandono de una amante "baudeleriana" (se consideraba a sí mismo, cuenta Muller-Doohm, un Don Juan) o se queja por el escaso interés que los padres demuestran por sus múltiples trabajos. No quiere hacer reproches, argumenta, sólo expresar una tristeza, contribuir a que Oscar estime correctamente "al animal maravilloso que él mismo produjo". En esos insterticios Cartas a los padres encuentra un valor agregado. Además de ser el fresco oblicuo de una época nerviosa, de mostrar el taller de un pensador notable, traza el inesperado retrato del filósofo como hijo -vale decir, como niño- "incorregiblemente intelectual, malvado, pero bueno".
Pedro B. Rey

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