El retorno de los historiadores
¿Habrá que confesarlo? ¿Habrá que admitir que este ardiente e irrenunciable asunto de lo dominicano se ha quedado al fin sin dolientes, luego de más de centuria y media de aventuras bizarras, sorprendentes y hasta cierto punto íngrimas?Vayamos por partes.Lo primero es un documento que tengo a mano, conocido a principios de junio de este año y que nos llegó bajo la firma de los más prestigiosos y autorizados historiadores del país.El documento es crucial. Breve y preciso, se trata de una reflexión sobre la precaria actualidad de nuestra identidad nacional y sobre las herramientas que deben permitir su definición y su defensa.En segundo lugar, sus autores. Para dar una idea de quiénes lo suscriben, bastará decir que entre ellos se encuentran Emilio Cordero Michel y Ramiro Matos González, Roberto Cassá y R. A. Font Bernard, además de dos veintenas de otras personalidades.Es cierto que el debate no se ha suscitado y que el documento permanece en las mandíbulas del silencio, pese a su indiscutible gravedad y a su acuciante importancia.¿Por qué? No ensayaré una respuesta. Me limitaré a esbozar las impresiones que me ha sugerido su lectura, sin negar que parto de incertidumbres fundamentales. Yo tampoco sé si lo que ocurre es que lo dominicano fenece en nuestra propia presencia.Fue en una célebre carta a don Federico García Godoy donde Pedro Henríquez Ureña fijó el año de 1874 como el de la "intelección de la idea nacional". Nadie ignora que luego vivimos esa idea nacional colectivamente inteligida como una auténtica religión laica, por lo menos hasta bien entrado el último tercio del siglo XX. Ofrendamos en el altar nacional las más puras esencias de la mismidad.El nacionalismo fue en toda América Latina un sistema de creencias secularizadas y nosotros no fuimos la excepción. Ese nacionalismo era uno de los dioses de la modernidad y, aunque llegamos a él con un retraso de decenios, no por eso lo hicimos con menos fervor. Cuando nos separábamos de Haití, Sarmiento escribía ya su teoría de la Argentina, que prefigura el largo y laborioso pensamiento latinoamericano sobre nuestras identidades, hasta llegar al solitario laberinto de Paz.Durante los cruentos procesos del siglo XIX, mientras construíamos a la brava una sociedad occidental, convertimos la historia en ideología dominante y el historicismo precapitalista en el fundamento espiritual de la nacionalidad. Los historiadores fueron a su vez los custodios del nuevo orden de cosas y las cimas éticas de la vida colectiva. Este imperio de las narrativas nacionales, para hablar el lenguaje familiar de la posmodernidad, estuvo vigente durante casi un siglo y permitió erigir un sistema de la temporalidad dominicana en el que fue decisiva la génesis hispanista. Fuimos una cultura de los orígenes, que a diferencia de los vecinos podía mostrar su acta de nacimiento peninsular.Nada más interesante que los historiadores de hoy manifiesten un espíritu de cuerpo que al parecer se había perdido irremisiblemente en las bregas y los estremecimientos del fin de las ideologías. Actúan como comunidad y como comunidad fijan posiciones. Es una señal de que a la debilidad que atravesamos se le puede responder con eficacia, emitiendo discursos unitarios inscritos aún en una modernidad que ya ha sido cuestionada en todo el mundo, pero que entre nosotros conserva vigencia y sentido.Sin embargo, acaso el manifiesto de los historiadores a la nación adolezca sólo de un punto de fractura, en este caso de carácter teórico. No hay historia, como se sabe, sin teoría de la historia. El rasgo distintivo de la historia en la modernidad ilustrada es que ella se constituye como reflexión teórica o de lo contrario es mero recuento de acontecimientos, fábula más o menos coherente en la que no aparece el rumbo interior ni la determinación constitutiva. La historia occidental nace con Hegel, cuyo sistema se desarrolla históricamente hasta alcanzar cumbres que precisamente Marx desplazó hacia otras metas teleológicas. No hay historia, en Occidente, fuera de los sistemas de Hegel y de Marx, que fundaron los historicismos propios de la razón ilustrada.¿Cómo nos situamos nosotros en los grandes sistemas? Lo cierto es que en la segunda mitad del siglo XX nos situamos en ellos como pudimos, aunque lo hiciéramos a partir de las Vulgatas que entonces recorrían el mundo. Hoy no podemos disponer de un pensamiento crítico si no respondemos a estos corrosivos asuntos. El primer papel de los historiadores será el de responder a premisas teóricas, sin las que todo aparato crítico corre el riesgo de desplomarse.Personalmente, estoy de acuerdo con todas las sugerencias del manifiesto. Son de carácter práctico —básicamente educativas—, y no es posible dudar de su enorme utilidad. Lo que encuentro difícil es que podamos uniformar los discursos históricos dominicanos, así sea pedagógicamente, para alcanzar los objetivos que se propone el documento.¿Cuál es ese gran objetivo? Está dicho con absoluta claridad. Es el de la nacionalización, tal vez el problema de mayor envergadura que sin duda habremos de enfrentar durante todo el siglo XXI. Es cierto que ignoramos las respuestas, pero también lo es que plantear el asunto es ya hacer un servicio inestimable a la colectividad a la que pertenecemos.Desde luego, no debemos olvidar que la historia, como todo acto de creación espiritual, es un acto poético. Quizá suene disonante decirlo, sobre todo cuando existen pretensiones de "cientificidad" alrededor del hecho histórico, aunque lo mejor en estos casos es tomar las cosas por la raíz.Me valdré de una cita, algo que no siempre me complace hacer. Se encuentra en O. Nudler (comp.), La racionalidad: su poder y sus límites, Paidós Básica, Buenos Aires, 1996, pág. 503. Su autora es M. I. Mudrovic, quien dice:"Un hecho histórico no es nada “real“, si por real se entiende algo que esté “fuera“ del discurso. Un hecho histórico es una entidad lingüística, una proposición, que da cuenta de la confluencia del texto, el contexto y la teoría y, en cuanto tal, producto imaginario en el que interviene el consenso de los profesionales que establecen las pautas metodológicas de la investigación."La noción de “pasado real“ es, entonces, irrelevante como referencia del texto histórico. El pasado no es un conjunto de “ historias sin contar“ que “residen“ allí, “fijas e inalterables“ , a la espera de que el historiador las rescate a través de un texto que constituiría —de ese modo— un relato verdadero de los acontecimientos. El pasado histórico no es nada más allá de la construcción que efectúa el historiador a partir de la evidencia presente."Para Mudrovic, de lo que se trata es de "caracterizar la historia no sólo como actividad cognitiva sino también como actividad poiética."Estoy absolutamente de acuerdo. Si aceptamos que la historia es poesía —construcción poética, antes que científica—, entonces se desplazan radicalmente los problemas que recoge el manifiesto de los historiadores y el grave asunto de nacionalización y desnacionalización adquiere así una nueva luz, inédita y sugerente, así como la vigilancia intelectual se convierte en algo completamente diferente.
martes, 6 de marzo de 2007
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